Narbay

Narbay         
        Hace ya quince años que, un 20 de Mayo, el empresario Alfredo Yabrán se suicidó en su estancia de Larroque ubicada en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos. Era 1998 en la Argentina y el país estaba conmocionado por el macabro  asesinato que había dado fin a la vida del periodista José Luis Cabezas. Cabezas había sido el primero en fotografiar a Yabrán luego de la demanda que Cavallo le había realizado, la misma en parte por las incontables propiedades que el empresario poseía a nombre de testaferros. El trabajo del reportero gráfico significó el conocimiento del rostro del polémico empresario y a su vez estimuló  una ola de inquietud en el ambiente de Yabrán; tal vez suene a algo menor, pero en ese momento la prensa no contaba con imágenes de todo el mundo, lo cual volvía a Yabrán un personaje público. A sólo cuatro días de la emblemática imagen, Cabezas fue hallado en mitad de la ruta a Dolores en el baúl de su Ford Fiesta, esposado de manos y calcinado. Yabrán y su entorno se encontraron implicados en el caso y unos meses más tarde, el empresario huiría por el pedido de arresto sobre el crimen de Cabezas.
A lo largo de estos quince años, los rumores sobre el suicidio de Yabrán han ido en aumento. Luego de unos meses de la muerte de Cabezas, la imagen del empresario se volvió uno de los centros de atención. Los cargos por los que el ministro de economía lo injuriaba (entre ellos no sólo la posesión de variadas empresas postales y de transporte sino de estar involucrado en el lavado de dinero y de armas), resultaron ser ciertos. Yabrán sería procesado y condenado a prisión.
Lo que resultó de todo esto fue un escape y una condena que jamás se cumplió porque el prófugo terminó con sus días antes de tiempo. Hace unos meses decidí investigar sobre el caso debido a que se acercaba la fecha de conmemoración por la muerte de Yabrán. Estaba encargado de redactar la columna sobre el tema y viajé a Gualeguaychú para adentrarme en el ambiente en el que se habían dado los hechos previos al suicidio.
Estaba en un viejo bar de la ciudad: era oscuro y se respiraba humo y café. Sentado en una de las mesas fumando, intentaba reflejar el ambiente actual del pueblo a quince años de los hechos. Había realizado algunas entrevistas: la mayoría de ellas fueron a señoras diciendo cómo se había corrido el rumor de que Yabrán estaba escondido en la estancia de Larroque y lo mucho que eso las exaltaba. En un momento se me acercó el mozo, un viejo canoso que ya le costaba caminar pero aún así con ese buen ánimo de busca incansable. Me dispuse a hacerle algunas preguntas a él también, pero nunca imaginé que ese sería el disparador de mi ambición. El viejo me dio un par de datos útiles, como que el día previo a la llegada de Yabrán a la estancia, el capataz de la misma había adelantado que vendría pidiendo “la mejor carne para el patrón”. Pero lo que más me interesó de nuestra conversación fue que por esos días había desaparecido un hombre del lugar que estaba muy enfermo de cáncer y había sido empleado de Yabrán en Larroque. El viejo me dio el contacto de la viuda de este señor y sin tener un mínimo atisbo de a dónde me estaba metiendo, me encaminé a hablar con ella por mi propia cuenta, ya que la crónica que debía presentar no tenía relación alguna con lo que me iba encontrar.
La viuda era una señora fría. Canosa, con el pelo a la altura de los hombros y una sombra que le oscurecía la piel debajo de los ojos. Fumó ininterrumpidamente durante nuestra charla. Parecía que los años se le habían venido encima de golpe y eso que yo no la conocía de antes. A pesar de ello se mostró muy abierta a hablar conmigo, su mirada cansada cambió en un instante y me invitó a pasar cuando le conté que era periodista y que estaba escribiendo una nota por la conmemoración de la muerte de Yabrán. Hablamos de la vida y como yo tampoco tenía un objetivo específico, me dejé fluir en la conversación. Me mostró algunas fotografías, en ellas se podía ver a un hombre de mediana edad, de pelo color platino, con ojos achinados y algo simpáticos en la sonrisa. Me contó que este hombre, su marido, había trabajado durante veinte años en la estancia y que “don Alfredo” (como llamó a Yabrán durante toda la charla) siempre había sido muy atento con la familia en el tiempo que su esposo fue empleado suyo. Los meses anteriores al suicidio de Yabrán, el hombre había caído enfermo y había dejado de trabajar. En el transcurso de otros cinco, el cáncer ya había dominado su cuerpo dejándolo casi sin caminar. Fue por eso que había decidido ir a morir solo: no quería que la familia tuviera otro disgusto además de la rutina miserable por la que estaban pasando.
De vuelta en Buenos Aires, con la nota ya publicada, yo seguía movido por las historias que había escuchado en Entre Ríos. Mis pensamientos me habían conducido a una de las casas de Yabrán: la de la calle Ombú en Barrio Parque. Estaba caminando por una vereda que quedaba sombreada por unos árboles de flores violetas. Todo el pavimento estaba cubierto de ellas y volvía la fachada de la casa aún más imponente. Frente a ella me podía imaginar las últimas horas de Alfredo antes de huir hacia Entre Ríos: allí, caminando tras esa ponderosa entrada, ideando el plan de escape.
 –“Hermosa, ¿No?”, un hombre al lado mío  que también admiraba la casa me había desprendido de mis conjeturas. Mantuvimos una charla por un momento breve pero sus palabras me transportaron de vuelta a Gualeguaychú. –“El viejo Yabrán la dejó a nombre de una mujer. ¡Le salió linda la muerte a la amante! Y quién sabe qué habrá hecho con el resto de las propiedades, seguro que hizo arreglos por otros lados para guardar el silencio”.
Las habladurías de este hombre me llevaron a investigar sobre el testamento de Yabrán. Viaje inmediatamente a Entre Ríos y me contacté con la viuda. Se sorprendió por mi llamado. La invité a tomar un café para contarle cómo había resultado la crónica. Ni bien le dije mi nombre la voz se le alteró. Me dijo que tenía cosas que hacer y no pude disuadirla de ninguna manera para que nos encontrásemos: es como si hubiese sabido de antemano con lo que le iría. La sorprendí en la puerta de su casa y aunque se la notaba muy incómoda con mi presencia me dejó entrar.
El papel que le presenté no era la nota del diario sino la sucesión de una muy importante suma de dinero de don Alfredo Yabrán hacia ella. La mirada se le cristalizó y las manos se le petrificaron. La voz salía de a sílabas entrecortadas por su boca. Se paró de un salto y apuntó a la puerta para que me fuera pero al instante quebró en un llanto ensordecedor. Todo cuadraba: un hombre enfermo de cáncer terminal había desaparecido días antes de su muerte, al mismo tiempo que un empresario poderoso estaba siendo perseguido por la justicia. Una oportunidad que arreglaría los años venideros se presentó de golpe y frente a la miseria que se vivía, la viuda fue rápidamente convencida de ser cómplice en el arreglo que dejaría en suspenso la muerte de su compañero de vida.

Quizás vague con otro rostro por las habitaciones de la casa de Ombú. Tal vez haya huido a Brasil por la triple frontera luego del suicidio. A lo mejor los rumores que corren por Buenos Aires sean ciertos y esté refugiado en Miami, hacia donde su mujer toma un vuelo todos los meses. No sé dónde, pero Yabrán no está muerto.